Como muchos, mi vida ha tenido sus propias cumbres y valles. Hubo un tiempo en que me sentí profundamente perdido, transitando lugares oscuros y enfrentándome a mis mayores sombras. Atravesar el infierno personal del sufrimiento y la desconexión me llevó a un intenso proceso de introspección y aprendizaje.

En ese camino, reaprendí el valor inmenso de la honestidad para conmigo mismo, la empatía hacia mí y hacia los demás, el respeto por el proceso de cada uno y la importancia de identificar y gestionar emociones como la ira o la tristeza para poder sanar.

Salir de esa oscuridad no fue magia, requirió una voluntad férrea y buscar ayuda. Y un año después de empezar a reconstruirme, llegó el Yoga. No como una solución instantánea, sino como la herramienta poderosa que, unida a mi esfuerzo y a una Sadhana completa y constante, me permitió reconectar, fortalecerme y, finalmente, encontrar la calma y el camino de vuelta a casa, a mí mismo.

Fue a través de esta práctica que, por primera vez, logré verme, a mirarme de verdad. Descubrí una calma profunda y una felicidad intrínseca que nada externo podía darme. Comprendí que cuando cultivas ese amor propio incondicional y esa paz interior, las viejas adicciones, los miedos y las necesidades de complacer a otros, simplemente pierden su poder y se disuelven. Aprendí a soltar patrones egoicos y a confrontar mis miedos más profundos, encontrando la verdadera libertad de ser íntegro y auténtico conmigo mismo.

Hoy, a mis 57 años, entiendo que cada experiencia, incluso las más dolorosas, me ha dotado de una perspectiva única y una profunda comprensión de las luchas internas que todos enfrentamos.